Gabriel Cisneros, con su particular manera de abordar el objeto escultórico, erige una dramaturgia de la imagen que otorga a sus volúmenes inertes una fugaz vitalidad. Más allá de la contemplación hedonista, se alcanza a empatizar con ellos, establecer conexiones e hilvanar historias que nos trasladan a una realidad construida.
Todo ello está condicionado por los artilugios de este artista-prestímano que mueve los hilos del acto perceptivo en su puesta en escena. Hilos ocultos que conforman madejas de significantes, suscitan sensibilidades y entroncan con experiencias fácticas y circunstanciales.
En su empresa de apelar a nuestro extrañamiento y subjetividad, el autor concibe sus efigies -de marcado cariz clasicista- a partir de la transgresión de códigos representacionales del arte monumentario relacionados con la hidalguía del referente y su lógica de emplazamiento. Las personalidades distinguidas -protagonistas por excelencia del quehacer conmemorativo- se transfiguran en sujetos comunes que, absortos en sus dramas existenciales, renuncian a la verticalidad -física y simbólica- y exploran otras maneras de apropiación del espacio que los acoge.
Así las cosas, El prestidigitador trastoca nuestras expectativas, condicionadas por hábitos visuales heredados en torno a la estatuaria más clásica, y nos coloca -o más bien descoloca- en una experiencia sensible nueva: su acto de ilusionismo.